viernes, 31 de diciembre de 2010

DIEZ

El 2010 empezó en la cama de al lado de la cama de Gemma, porque en la mía estaba un señor que me dejó un papel de palmera de chocolate Qué! que estuvo allí hasta que en junio nos mudamos de casa y hubo que recoger. Así fue el 2010, desordenado y maravillosamente caótico.
A finales de febrero, después de un carnaval perfecto (por lo que teníamos preparado y por los acontecimientos casuales que matizaron el resto de mi año), llegó Finlandia, o llegué yo a ella, más bien. Tres meses en el norte hicieron que encontrara mi ídem y que regresara decidida a cambiarla a mi vida anterior. El desenlace sólo se hizo esperar los seis días que pasaron desde que aterricé en Barajas, hasta que una presentación de un libro detonó mi ansiado, buscado, y, aunque quede mal que lo diga yo, merecido cambio vital.
Después de mayo, una mudanza, un curso que se acabó atípicamente en julio, un cumpleaños con pendientes, Islam y cachimbas durante aquellos intrépidos seis días en Marruecos, volver al cole, madrugones, una boda épica (puede sonar ostentoso, pero es el mejor adjetivo que existe para definir aquello), triste y llorosa queda la universidad (al contrario que nosotros que disfrutamos como enanos en Salamanca), lubina con salsa de gulas y flan de chocolate, una cama de 1,35, libros de Ángel González, vacaciones, A Coruña con bombones...
Un año bueno. Muy bueno. Mucho pedir me parece que el 2011 lo iguale.
Mientras tanto hoy, como hace 10 años que no lo hacía, me quedo en casa. Llamémoslo crisis o ausencia de planes que me convenzan en relación a los medios económicos de los que dispongo. Feliz noche. Sed malos por mí.