lunes, 21 de junio de 2010

NS/NC

Correr de espaldas es lo que tiene, que uno no se sorprende si tropieza.

Mientras me levanto, hace fútbol y sol. Y eso es bueno.

Digo yo.



viernes, 18 de junio de 2010

DE LA SOFISTICACIÓN Y OTROS DEMONIOS

Es curiosa (no es ese el adjetivo, pero me gusta precisamente por inexacto) esta ineptitud tan absoluta a la hora de buscar. La falta de precisión en el establecimiento de preceptos condicionantes para saber qué desear no puede ser nunca una virtud, y, sin embargo, socialmente (o en la franja social que me influye más directamente, con la que me siento identificada) está, más que aceptado, bien visto ser difuso. Como si se pudiera.
A mí, personalmente, me acojona el aplomo de la gente. Y el que finjo más aún. No entiendo el afán desmedido de complejidad que nos empuja a disfrazar la realidad de "quiero nada", cuando llevamos pintado en la frente exactamente qué queremos (que suele ser todo), cuando no somos capaces de marcharnos sin volver la cabeza para llorar lo que dejamos atrás. Lo único que nos distingue de lo que, para nosotros, es el resto de la gente es, precisamente, el creernos diferentes. Y me pregunto si eso no nos hace peores.

En el fondo es fácil, y es una cuestión de no mostrarse vulnerables. El más arcaico de los mecanismos defensivos es el que utilizamos como síntoma (sí, esta sí que es exactamente la palabra) de transgresión inofensiva, pero necesaria con el mundo. Como si el que nuestros modos de pensar fueran menos prefabricados que los de los otros, los que viven diciendo lo que esperan, nos hiciera no sufrir lo mismo (más) que ellos.
Encontrar sin buscar no es posible. Alguien que no recuerdo me lo dijo alguna vez, que esperar es también una forma de buscar. Pero nos empeñamos en no llamarlo así, en vivir en una ignomia constante, a la que le hacemos la concesión de la casualidad de vez en cuando para justificar los momentos felices, como si éstos no fueran cosa nuestra, como si no fueran con nosotros, eternos y estoicos abstemios del acto de fe.

Y luego está la estrategia contraria, el analfabetismo funcional acompañado por la verborrea absurda del qué se supone que busco, discurso caracterizado casi siempre por la necesidad de ensalzar los valores de la no-posesividad y la libertad creativa y sexual; cuando secretamente, sólo muy secretamente, en el fondo, esperamos a alguien que nos aleje de esas trampas, que nos ate a algo más convencional. Acabamos, paradójicamente, queriendo ser uno más, porque la felicidad es, al final, un sentimiento común, nunca reservado para ti y los que son como tú (que, en este caso, tienen tendencias diametralmente opuestas).


Somos gilipollas, ésa es la conclusión. Somos gilipollas, pero disfrutamos de ello y, al final, es lo que importa. Que en nuestra infelicidad, en nuestra inconformidad, somos felices y estamos conformes, pero siempre en la intimidad del uno mismo. Nunca gritaremos a los cuatro vientos que la vida nos sonríe. Eso sería dejar de ir de sofisticados por el mundo. Antes muertos.

lunes, 7 de junio de 2010

AVIONES, TERRACITAS Y UNA CANCIÓN DE QUIQUE GONZÁLEZ

Todo aquello que escribí sobre lo maravilloso que es marcharse lejos era verdad. Fue verdad en Helsinki y es verdad aquí y ahora, en mi casa, en mi pueblo. Oigo a los niños gritar en el mismo parque en el que yo gritaba no hace demasiado (que sí mucho) y es verdad. Es verdad que irse ayuda. Irse biopsia la vida, la analiza, la diagnostica, la cura.
Pero lo mejor de irse no es salvarse (que es cojonudo, no quiero, con esto, decir lo contrario). Lo mejor de irse es volver. Perdón, rectifico y corro el riesgo de sonar pretenciosa, pero lo mejor de irse es volver así.
Mentiría si dijera que no tenía un poco de miedo escondido entre las ganas cuando aterricé ("cuando en vuelo regular pisé el cielo de Madrid...") en un país que se suponía que era el mío y que yo no sentí como propio por casposo (territorial, geográfica, paisajística y culturalmente hablando). Ni rastro de esa sensación de pertenencia que embriagaba a mis compañeros de viaje. Lo admito, no me emocionó la tortilla de patata, y, aunque me sorprendía comprender a todo el mundo que me rodeaba, la cuestión lingüística tampoco me produjo ningún tipo de reencuentro interior ni conmigo misma, ni con nada que yo considere mío.
Me esforcé por sentir algo cuando llegué a Oviedo, pero la ciudad (mi ciudad) sólo me inspiró un sentimiento extraño de deuda consigo misma. Gris y trasnochada, la madrugada oventense no le hacía sombra al sol que a esas horas en Helsinki me estaba dando envidia 3000 kilómetros mediante. Ni siquiera llovía, y eso me decepcionó. Un clima neutro de los que matan a la primavera sin ceremonias me recibió a 100 metros de una casa que me pareció de todo menos mía cuando entré por la puerta.
Y no había nadie.
Pero me niego (me negué en ese mismo instante) a regresar a la indiferencia de la que me había escapado tres meses atrás. Porque no se puede estar tres meses sin abrazar a los chicos que prometen ir a abrazarte a Finlandia (aunque todo su cariño quepa en una mísera promesa) para volver a estar como si nunca me hubiera marchado.

No es un mérito mío volver así. Es de las tardes de terraza y sidra.






Y luego, están los besos, claro.