miércoles, 17 de abril de 2013

SIDRERÍAS

Entraste por la puerta. Con ella, claro. No tuve que girar la cabeza para saberlo, a pesar de estar sentada de espaldas a la entrada. Te acercaste a nuestra mesa, saludasteis ambos, efusivos, como siempre, y tu olor tan vivo como nunca en mi nariz saturada de fritanga y de serrín, hizo que me temblara la voz como a una estúpida, y tú dijiste un hola comedido, impoluto en tu papel. 
Seguí intentando cenar, y cuando ya no pude más, volví la cabeza a mi derecha y allí estabas tú mirándome. No fue un gesto atractivo, ni siquiera remotamente sugerente - yo tenía un chipirón en la mano-, pero me sonreíste entero, con toda la cara, con el último pelo de tu barba incipiente, y yo, todo lo distante que me dejaron las ganas de saltarte encima y morderte el cuello, te sonreí entera también. 
-¿Por qué no te quedaste? - me dijo alguien al día siguiente.
No contesté.
Pero yo ya había tenido suficiente.