lunes, 7 de junio de 2010

AVIONES, TERRACITAS Y UNA CANCIÓN DE QUIQUE GONZÁLEZ

Todo aquello que escribí sobre lo maravilloso que es marcharse lejos era verdad. Fue verdad en Helsinki y es verdad aquí y ahora, en mi casa, en mi pueblo. Oigo a los niños gritar en el mismo parque en el que yo gritaba no hace demasiado (que sí mucho) y es verdad. Es verdad que irse ayuda. Irse biopsia la vida, la analiza, la diagnostica, la cura.
Pero lo mejor de irse no es salvarse (que es cojonudo, no quiero, con esto, decir lo contrario). Lo mejor de irse es volver. Perdón, rectifico y corro el riesgo de sonar pretenciosa, pero lo mejor de irse es volver así.
Mentiría si dijera que no tenía un poco de miedo escondido entre las ganas cuando aterricé ("cuando en vuelo regular pisé el cielo de Madrid...") en un país que se suponía que era el mío y que yo no sentí como propio por casposo (territorial, geográfica, paisajística y culturalmente hablando). Ni rastro de esa sensación de pertenencia que embriagaba a mis compañeros de viaje. Lo admito, no me emocionó la tortilla de patata, y, aunque me sorprendía comprender a todo el mundo que me rodeaba, la cuestión lingüística tampoco me produjo ningún tipo de reencuentro interior ni conmigo misma, ni con nada que yo considere mío.
Me esforcé por sentir algo cuando llegué a Oviedo, pero la ciudad (mi ciudad) sólo me inspiró un sentimiento extraño de deuda consigo misma. Gris y trasnochada, la madrugada oventense no le hacía sombra al sol que a esas horas en Helsinki me estaba dando envidia 3000 kilómetros mediante. Ni siquiera llovía, y eso me decepcionó. Un clima neutro de los que matan a la primavera sin ceremonias me recibió a 100 metros de una casa que me pareció de todo menos mía cuando entré por la puerta.
Y no había nadie.
Pero me niego (me negué en ese mismo instante) a regresar a la indiferencia de la que me había escapado tres meses atrás. Porque no se puede estar tres meses sin abrazar a los chicos que prometen ir a abrazarte a Finlandia (aunque todo su cariño quepa en una mísera promesa) para volver a estar como si nunca me hubiera marchado.

No es un mérito mío volver así. Es de las tardes de terraza y sidra.






Y luego, están los besos, claro.






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