domingo, 18 de mayo de 2014

Machmal ist eine Zigarre eben nur eine Zigarre

Dejé de pensar al tercer café. Dejé de pensar cuando me di cuenta de que él siempre me cogía la sacarina que a mí se me olvidaba. Dejé de pensar porque aprendí – demasiado suspicaz, demasiado ambiciosa- que él lo hacía por los dos. Él pagaba por los dos, él llevaba la bandeja de los dos, él decidía de qué hablábamos y cuánto tiempo, él ponía principio y fin – siempre demasiado pronto – a aquellos oasis de treinta minutos que me ahogaban de calor en pleno noviembre. Y me olvidé de pensar hasta tal punto, que cuando llegó el último café, nuestro último recreo a solas, y él se quedó callado no supe qué decir. Me sentí la más estúpida del mundo, allí sentada enfrente de aquel hombre tan casado y tan mayor, tan lejos de todo lo que yo había conocido hasta entonces, y a la vez tan cerca como nunca había dejado a nadie estarlo de mi yo más mío.
La primera vez que lo vi me dio un masaje de veinte segundos que me dejó exhausta, a medio camino entre lo incómodo y lo desbordantemente placentero. Se me ocurrió que así debía ser el sexo culpable de los infieles primerizos – “ámame como odian los amantes” -. Desde luego, no es lo normal en el tipo de relación que nos vinculaba empezar así, pero a él le dio igual. Creo que lo quise un poco por aquello, aunque no fui plenamente consciente hasta unas dos semanas después. No porque pasara nada, o nada distinto de lo que pasaba todos los días. Debió de ser por eso, porque pasaba todos los días, porque cada día del mes y medio que pasamos juntos decía algo que hacía saltar cada vez un resorte distinto dentro de mí.
“Sabes que tú no eres como las demás”. Si tuviera que escoger un detonante, un momento de inicio de la hecatombe absurda y maravillosa en que se convirtió aquel tiempo en aquel hospital,  sería esa frase. Me lo dijo una mañana muy temprano, mientras se fumaba el cigarro clandestino de todos los días conmigo; y a mí, gilipollas perdida de mí, se me cayó la medicación de entre las manos. Temblé delante de sus narices y no me molesté en disimular ni un ápice – quizá si algo hice pudiera ser todo lo contrario – el mordisco de sus palabras en mi estómago. Sonrió porque a él lo que más le gustaba del mundo era sacarme los colores, pero en sus ojos había algo más.
Porque yo no era como las demás y lo sabía. Es muy fácil mentir con la boca, pero es dificilísimo hacerlo con los ojos, y en sus ojos vi que no mentía. Pero a él no le gustaba dejar las cosas tan claras, y experto tahúr en el juego de la seducción inútil, a veces, y siempre delante de otros, se encargaba de hacerme parecer tonta perdida, sin olvidarse ni por un segundo de que no lo era en absoluto. Así que a ratos lo odiaba.
Cuando decidió que el despacho se nos quedaba pequeño para bailar – “que bailar es soñar con los pies”- los boleros trasnochados que paradójicamente llevaba en su Ipad y, dejando claro que “machmal ist eine Zigarre eben nur eine Zigarre”, fue cuando empezamos a irnos a desayunar juntos. Era un conato de rebelión contra lo establecido, una situación tan irregular en sí misma, que, de puro absurdo, a nadie se le ocurrió censurarla – “su abrazo había sido una batalla, el clímax una victoria. Era un golpe contra el Partido. Era un acto político”-.

Y así iban pasando los días, que sólo existían para mí en su horario laboral de funcionario pudiente – lunes a viernes de ocho a tres - . El resto eran horas muertas pensando en cada cosa que me había dicho, en por qué me la habría dicho; una suerte de amor adolescente a mis casi treinta con un destinatario que acariciaba la prejubilación con la punta de los dedos. Y no sé a quién de los dos le gustaba más aquel juego, porque detrás de la frivolidad en la que envolvíamos nuestras declaraciones de intenciones cuando teníamos público, había un poso de verdad que sólo dejaba indiferentes a los que coincidían poco con nosotros. Porque él abrazaba a todo el mundo, besaba a todo el mundo, tocaba a todo el mundo. Pero yo no, yo no era como las demás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario