Dejé de pensar al tercer café. Dejé de pensar cuando me di cuenta de que
él siempre me cogía la sacarina que a mí se me olvidaba. Dejé de pensar porque
aprendí – demasiado suspicaz, demasiado ambiciosa- que él lo hacía por los dos.
Él pagaba por los dos, él llevaba la bandeja de los dos, él decidía de qué
hablábamos y cuánto tiempo, él ponía principio y fin – siempre demasiado pronto
– a aquellos oasis de treinta minutos que me ahogaban de calor en pleno
noviembre. Y me olvidé de pensar hasta tal punto, que cuando llegó el último
café, nuestro último recreo a solas, y él se
quedó callado no supe qué decir. Me sentí la más estúpida del mundo, allí
sentada enfrente de aquel hombre tan casado y tan mayor, tan lejos de todo lo
que yo había conocido hasta entonces, y a la vez tan cerca como nunca había
dejado a nadie estarlo de mi yo más mío.
La primera vez que lo vi me dio un masaje de veinte segundos que me dejó
exhausta, a medio camino entre lo incómodo y lo desbordantemente placentero. Se
me ocurrió que así debía ser el sexo culpable de los infieles primerizos –
“ámame como odian los amantes” -. Desde luego, no es lo normal en el tipo de
relación que nos vinculaba empezar así, pero a él le dio igual. Creo que lo
quise un poco por aquello, aunque no fui plenamente consciente hasta unas dos
semanas después. No porque pasara nada, o nada distinto de lo que pasaba todos
los días. Debió de ser por eso, porque pasaba todos los días, porque cada día
del mes y medio que pasamos juntos decía algo que hacía saltar cada vez un resorte
distinto dentro de mí.
“Sabes que tú no eres como las demás”. Si tuviera que escoger un detonante,
un momento de inicio de la hecatombe absurda y maravillosa en que se convirtió
aquel tiempo en aquel hospital, sería
esa frase. Me lo dijo una mañana muy temprano, mientras se fumaba el cigarro
clandestino de todos los días conmigo; y a mí, gilipollas perdida de mí, se me
cayó la medicación de entre las manos. Temblé delante de sus narices y no me
molesté en disimular ni un ápice – quizá si algo hice pudiera ser todo lo
contrario – el mordisco de sus palabras en mi estómago. Sonrió porque a él lo
que más le gustaba del mundo era sacarme los colores, pero en sus ojos había
algo más.
Porque yo no era como las demás y lo sabía. Es muy fácil mentir con la
boca, pero es dificilísimo hacerlo con los ojos, y en sus ojos vi que no
mentía. Pero a él no le gustaba dejar las cosas tan claras, y experto tahúr en
el juego de la seducción inútil, a veces, y siempre delante de otros, se
encargaba de hacerme parecer tonta perdida, sin olvidarse ni por un segundo de
que no lo era en absoluto. Así que a ratos lo odiaba.
Cuando decidió que el despacho se nos quedaba pequeño para bailar – “que
bailar es soñar con los pies”- los boleros trasnochados que paradójicamente
llevaba en su Ipad y, dejando claro que “machmal
ist eine Zigarre eben nur eine Zigarre”, fue cuando empezamos a irnos a
desayunar juntos. Era un conato de rebelión contra lo establecido, una
situación tan irregular en sí misma, que, de puro absurdo, a nadie se le
ocurrió censurarla – “su abrazo había sido una batalla, el clímax una victoria.
Era un golpe contra el Partido. Era un acto político”-.
Y así iban pasando los días, que sólo existían para mí en su horario
laboral de funcionario pudiente – lunes a viernes de ocho a tres - . El resto
eran horas muertas pensando en cada cosa que me había dicho, en por qué me la
habría dicho; una suerte de amor adolescente a mis casi treinta con un
destinatario que acariciaba la prejubilación con la punta de los dedos. Y no sé
a quién de los dos le gustaba más aquel juego, porque detrás de la frivolidad
en la que envolvíamos nuestras declaraciones de intenciones cuando teníamos
público, había un poso de verdad que sólo dejaba indiferentes a los que
coincidían poco con nosotros. Porque él abrazaba a todo el mundo, besaba a todo
el mundo, tocaba a todo el mundo. Pero yo no, yo no era como las demás.
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