sábado, 9 de enero de 2010

DEMONIOS

La nieve aquí no es circunstancial. Aquí nacemos con la nive, con el asueto de la nevada del año adosado a algún núcleo vestibular importante. Y es una unión indisoluble, característica, nuestra.

Estos días, que son una concesión magnánime de algún dios pagano al que rendimos culto por una mera cuestión territorial, son distintos al resto. La vida es de otro color. Deslumbra. Subraya las estupideces en blanco nuclear y nos envuelve en un halo que tiene algo de redentorio. Expiamos los pecados al sacudirnos las botas contra la pared antes de entrar en casa. Es un ritual, un hábito, una necesidad espiritual sin la que no concebimos la rutina anual.

Los días de nieve son muchísimo más largos, pero eso es algo implícito, nadie se extraña de que sea así. Comemos más. Pensamos más. Y yo, y esto ya es algo personal, me río muchísimo más. Resbalo.

Hoy, que es uno de esos días, me perdono. Me hago cargo de que mis problemas son siempre fruto de un aferramiento excesivo, que tiene su origen, probablemente, en el miedo desmedido que siempre he tenido a patinar en el hielo y caerme de culo. Lo comprendo, no sin cierto orgullo. Crezco. Asumo que todo resbala, que hay que dejarlo resbalar, que hay que dejarse resbalar. Lo afirmo.

Y, segura, conclusa, resuelta, decidida a dejar patente mi convencimiento; como muestra de la consecuencia más absoluta, me subo al trineo verde, y me dejo caer pendiente abajo. Sin hacer nada más que resbalar. Sólo resbalando.

Y, cuando llego abajo, soy más feliz.

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