domingo, 16 de mayo de 2010

APRENDICES

Antes de los últimos besos, yo siempre solía creer que estabas al margen. Por encima, tal vez, como tú mismo en mi mente; superior a todo lo que nos pasaba a ti, a mí y a todos.
Pero la última vez que me besaste te deshiciste un poco (me gusta creer que fue en el calor de mis abrazos donde se derretió tu halo de chico malo) y enseñaste cicatrices que yo también tengo, pero que nunca pensé que tú fueras a exponer. Me contaste mi propio pasado, nuestra propia historia, con palabras nuevas, que yo no hubiera utilizado jamás, pero que crearon en mí un respaldo que no sé si alguien podrá poner en entredicho algún día. Y todo aquello que decías, aun siéndolo, no era externo ni circunstancial... era la yo misma de aquel entonces hecha palabras.
Nunca nadie sin querer me dijo cosas tan precisas sobre una época, que, de puro fácil, es equívoca para casi todos.

La última vez que me besaste, los besos fueron lo menos importante. Saber que tú sentiste lo mismo cuando aquello se acabó; que tú, en tu infinita perfección, también lo echas de menos me hace un poco mejor... o un poco peor a ti, no estoy segura. Nos iguala, en cualquier caso, en algo pequeño y elemental que, por extensión, acaba significando que me necesitas como trozo de tu vida. Exactamente en la misma medida que yo te necesito a ti.

La última vez que me besaste, hablábamos y me besabas indistintamente. Y los besos y las palabras llegaban al mismo sitio, a la vez... decían lo mismo.


Luego me firmaste las clavículas, como muestra de una concentración etílica en sangre que iba a pagar el pato (cómo no) de tanta palabra y tanto beso; y se me rompieron el resto de los huesos cuando te fuiste.



Si vuelves, te enseño yo mis ruinas.











No hay comentarios:

Publicar un comentario