domingo, 30 de diciembre de 2012

El 2012 empezó con una noche de reconciliación, así que empezó bien. Después todo fue algo raro, o por lo menos distinto al resto de los años. El último curso académico de mi vida (de momento) se acabó prematuramente en marzo y regresé del exilio castellano decidida a no alejarme en mucho tiempo de la costa, cuando el destino, que es caprichoso, me llevó a la comunidad vecina un par de meses más tarde. Allí me comí un solsticio y algunos días más en una experiencia laboral tan surrealista como enriquecedora, eso sí, más a nivel personal que profesional. A mediados de verano dejé Castilla esta vez sí, definitivamente, o al menos así lo fue para lo que quedaba de año. Empecé a estudiar un examen para el que entonces quedaba más de medio año y hoy resulta que queda un mes. Qué miedo. Hubo alguna pérdida más importante de lo que parece por el camino, pero llegó septiembre y las vacaciones en Lisboa y las mudanzas en octubre, y toda la ilusión del mundo concretada en una mesa y cuatro sillas del Ikea. El otoño fue un regalo (hasta tuvo premio), una concesión que la vida quiso hacerme antes de que llegara un diciembre de nuevo convulso. En ello estamos. Aunque, eso sí, con ganas de salir mañana. Y con ganas de desafiar a la suerte, aunque el mundo, al menos en los próximos 365 días, acabe en trece.

Feliz noche. Feliz año.



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