viernes, 25 de diciembre de 2009

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE PATRICIA

Ni Wilde en su historia con Ernesto lo enmarañó todo de esta forma. Será esto de las crisis existenciales, de tanto escuchar a Pablo Moro y tanto fumar cigarros en la ventana con ese complejo garcíamarquiano que me entra de vez en cuando. Decidida a ser un genio literario, de repente, me encuentro con que todas las cosas que quiero escribir, ya las ha escrito alguien. Mis planes, pues, están truncados y condenados al fracaso, salvo genialidad o transgresión inminentes. He perdido la guerra contra el folio en blanco.

Convencida de que no hay derrota que no mitigue la ginebra, me lanzo a la calle congelada (congeladas las dos, la calle y yo) en busca de barras guateadas donde apoyar la cabeza, a falta de hombro humano (ni falta que hace, oye) dispuesto a hacer lo propio. “Qué maravilla esto de no buscar”, pienso mientras bebo. Y sigo bailando.

Me desenfreno conmigo misma, y, en medio de semejante súmum de autocomplacencia, alguien que conozco lejanamente me agarra y me susurra al oído “No te vayas, Patricia”. Mi ego racional sopesa la posibilidad de aclararle su confusión, y me doy la vuelta con la certera intención de decirle que yo no me llamo Patricia. Pero, ay de mí, la sangre se me traslada sospechosamente del cerebro a medio metro más abajo, cuando con su tan humano y, sin embargo, entonces tan divino dedo, el conocido lejano empieza a arañarme la espalda. Otros se acercan y hablan, pero yo no escucho. Las neuronas sólo me hacen sinapsis en las zonas que rozan directamente con sus manos. Oh my God, I’m lost.

Resuelta a llevar aquello todo lo lejos que pudiera llevarse una historia como esta, empiezo a tirarle del pelo despacio, y él sigue arañando a Patricia. Me desintegro y entro en una especie de hivernación especial, de la que despierto con un mordisco delicioso entre la oreja y las ganas, y, de golpe y porrazo, me cae "tengo que irme" como a quien le cae una bomba. Soy Hiroshima, de repente. Me deja abrazada al gintonic, único y unánime testigo de su estancia en mi espalda, y araño la copa con la vana esperanza de causarle un daño supraconsciente, un daño que no es nada, pero que es un gesto definitivo para mí y para esa situación.

Ha pasado tiempo, pero hoy, obsesionada, mortificada, cachonda como nunca, rebusco entre los recuerdos y el vicio, y urdo un plan recovéquico para poder arrancarle la ropa a mordiscos, para volver a llamarme Patricia. Vuelvo a buscar, vuelvo a escribir.

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